Cualquier empresa privada que operara como lo hace el Congreso nacional, desde el punto de vista administrativo, quebraría en seis meses. O sus directores serían echados sumariamente a la calle por sus accionistas. Pero eso no ocurre en el generoso medioambiente legislativo, cuyo presupuesto es un auténtico bolsillo de payaso en el que cabe todo. Los presidentes de las dos cámaras disponen del dinero público como un botín defendido con uñas y dientes. Se lo reparten como un bien de familia, inventan categorías inexistentes y justifican las “contrataciones” con el viejo e insostenible argumento de que son “cargos de confianza”. Cero racionalidad.