Hace unos días, luego de una jornada laboral muy intensa, de regreso a casa, entré a una de esas farmacias amplias, bien iluminadas y decoradas, que huelen rico y son atendidas por gente linda y solícita, para comprar algo para calmar un persistente dolor de cabeza. Además del analgésico, decidí aprovechar y comprarme también uno de esos geles de ducha relajantes, una mascarilla para el rostro y algunas cositas más para devolverme la calma que había perdido por cuestiones que ocurrieron en la oficina. Mientras esperaba en la fila de la caja, empecé a recorrer con la mirada el lugar donde estratégicamente colocan las golosinas (siempre pensé que los que organizan los mostradores de las farmacias saben perfectamente que, a veces, todo lo que necesitamos es algo rico y dulce para sentirnos mejor). De repente, me llamó la atención un cuadro que colgaba en la pared detrás del muchacho que atendía la caja. Era solo una frase en letras blancas impresas en un fondo azul profundo que decía: «El único que no se equivoca es el que nunca hace nada.» Goethe.