En la cultura paraguaya, el contrabando está profundamente incrustado no como un delito socialmente reprochable, sino como un derecho contingente, algo a lo que se apela por descarte o como oportunidad a falta de otras opciones. En la conciencia de muchos paraguayos no existe una auténtica diferencia entre trabajo y contrabando desde el enfoque de la moral ciudadana. Lo hemos abordado en muchas oportunidades en este espacio. Es un derivado directo del diseño monárquico piramidal en el cual el rey concentraba la suma del poder otorgado por derecho divino, que iba delegando en cascada a virreyes, corregidores, gobernadores, auditores y demás jerarquías del imperio. Este esquema aseguraba un dominio férreo de las colonias no solo en lo político y militar sino también, y sobre todo, en lo económico, con la consecuente acumulación de poder y riqueza en los contados plenipotenciarios de la corona. Así, mientras un puñado de privilegiados se enriquecía por la gracia del rey, vastas huestes de desheredados penaban en la miseria. ¿Quién no estaría dispuesto a desafiar un orden tan injusto? Pero desde que nos proclamamos República, tales privilegios han sido cancelados en el contrato social llamado Constitución. Está claro, también, que la firma de un papel no borra del todo los atavismos. No faltan quienes hoy se comportan como copias bastardas de antiguos tiracuellos o como amanuenses de un poder basado generalmente en la corrupción sistémica agravada por la impunidad. El contrabando, con el robo al Estado y la venta de influencias, infecta la vida pública y privada como en los antiguos tiempos de la Corona española. Esta conducta persistirá mientras no haya un profundo cambio cultural que la condene.