La iniciativa del Instituto Paraguayo de Tecnología Agrícola es loable. Poner en marcha un programa para reactivar la producción de algodón es saludable y propio de una institución creada para acercar tecnología y métodos que mejore el desempeño, en especial, de pequeños agricultores. Pero algo es evidente: el antiguo formato de producción algodonera ya no volverá.
Tres décadas atrás, el algodón era el rubro estrella del campo paraguayo. Se lo cultivaba en mas de 200.000 fincas emergentes del patrón de reforma agraria, con un promedio de 20 hectáreas. Era una actividad típicamente familiar, con escasa tecnología y alto componente de trabajo manual. Esta modalidad fue acompañada por investigaciones del Instituto Agronómico Nacional (el actual IPTA) que desarrolló variedades muy exitosas, entre ellas las B-50 y P-279 sobre las cuales se fundó el boom que llevó a la fibra paraguaya a ubicarse entre las mejores del mundo. Los pequeños productores aprendieron a utilizar aquellas semillas y sacarles el mejor beneficio que pudieron, pero tropezando con un limitante muy duro: la productividad por hectárea. La rentabilidad se movía en un terreno muy estrecho entre el costo de cultivo por hectárea y el precio de la tonelada en rama, con márgenes muy volátiles. Eso provocaba cada año una pulseada entre industriales y campesinos que el Gobierno intentaba zanjar fijando un precio de acopio, modelo insostenible y condenado a la desaparición como finalmente ocurrió.
La nueva batalla del algodón se libra en el terreno tecnológico, con parcelas más grandes en busca de rendimientos mayores con uso del algodón transgénico. Esto implica disponibilidad de capital para la compra de maquinaria, semillas e insumos.