A cada incendio que se desata en el campo le sigue la consabida retahíla de lamentos encuadrados en un auténtico aquelarre de redes sociales. Esto es natural porque la ciudadanía, en su conjunto, no tiene por qué estar al detalle de lo que en realidad pasa en cada uno de estos eventos flamígeros. La gente ve espesas humaredas, los noticieros muestran frentes de llamas y es absolutamente comprensible la alarma generada y la exigencia inmediata de acciones dirigidas a terminar con la amenaza. Claro que a esta irrisión popular de inmediato se encaraman todos los movimientos políticos, politizados o ideologizados que tratan de hacer su cosecha particular cargando culpas y asignando responsabilidades. Entonces todo empieza a mezclarse, las llamas pasan a segundo plano y el reparto de condenas toma protagonismo. Pero aplacados los incendios y calmado el mal humor social, todo vuelve a la quietud y es como si nada hubiera pasado. Y ahí es donde radica lo peor, cuando se apagan los incendios.