La saga de los tomates refleja didácticamente la incapacidad absoluta que padecen los productores del rubro para abastecer un género de consumo diario, seguro y previsible. No hay una sola estadística confiable, ni oficial ni privada, sobre la demanda anual de este componente esencial de la cocina. Según el Servicio Nacional de Sanidad Vegetal (SENAVE) el país consume al año unas 72.000 toneladas de este artículo sobre el cual no nos hemos puesto de acuerdo sobre si es una fruta, una hortaliza o una verdura. Como sea, la mitad del año tenemos tomates de cierta calidad y precio aceptables y la otra mitad, simple basura carísima. Hay tramos del año en que el tomate se amontona como leña en las fincas de los productores, que lo malvenden a cualquier precio o lo convierten en comida de cerdos. Luego llega el periodo de carencia y es entonces cuando el tomate entra a raudales desde Brasil o Argentina, de donde llega prolijamente empaquetado en cajas, tanto que a los vendedores callejeros les basta con retirar la tapa y usar el cajón como pulcro exhibidor en plena vía pública.