No es que fuera difícil la tarea que me encargaron cuando empecé a trabajar de ayudante de camarero, llevar a las mesas las cestas de pan y las cazuelitas con aceitunas. Pero en mi primer viaje no llegué ni a salir al comedor, desparramé por el suelo de la cocina los panecillos mientras intentaba empujar con el pie el batiente de la puerta. Creo que ya lo había explicado alguna vez porque aún recuerdo la sensación de fracaso en que me sumió aquel desastre inaugural.
Gracias a un compañero de la escuela de cocina, me habían ofrecido trabajar los fines de semana en el restaurante del Reial Club Marítim que gestionaba la familia del Agut, toda una institución de la restauración barcelonesa que la Covid-19 se llevó por delante para desgracia del patrimonio gastronómico de la ciudad. Ellos supieron acogerme y enseñarme, porque yo era muy joven, enseguida pasé a servir las bebidas y al cabo de poco ya tomaba comandas y me encargaba de un rango.